Una tarde, Dina Bustilles tomó un lápiz y una hoja en blanco. Empezó dibujando una manzana. Luego vinieron una vaca, un perro, una zanahoria. Así, entre líneas y colores, fue llenando las páginas de un pequeño álbum para su hija menor, de apenas un año y siete meses.
La tarea se la habían pedido en una de las sesiones de CASITA, una intervención del programa de Salud Materno Infantil y Adolescente (SAMIA) de Socios En Salud, cuyo objetivo es reducir el riesgo de retraso en el desarrollo de niñas y niños de 6 a 24 meses. A cada madre o cuidadora se le propuso elaborar un cuaderno con figuras para fortalecer el vínculo con sus hijas e hijos.
“Iba a imprimir las imágenes, pero cuesta. Mejor las dibujé y las dejé bien pintadas”, cuenta Dina, mientras hojea las páginas plastificadas.
Cuando su hija cumplió un año, Dina notó que no hablaba. Lo comentó durante uno de los controles en el Centro de Salud Bahía Blanca, en Ventanilla, y allí le recomendaron acercarse al colegio Sembrando Juntos, uno de los espacios donde Socios En Salud ha implementado su intervención de desarrollo infantil temprano. Así fue como identificaron que su pequeña presentaba un riesgo de retraso en el área social y del lenguaje.
“A ella le gusta ir. A mí también, me ha dado más experiencia”, dice Dina.
Aunque aún no habla, su hija se detiene en cada página del álbum. Mira con asombro, señala las figuras, sonríe. A su manera, se comunica. Y para su mamá, que vive con la inquietud de ese silencio prolongado, verla reaccionar así es un alivio. Un pequeño paso. Una forma de recuperar la esperanza.

Dina carga a su hija con cariño desde lo alto de su comunidad en la costa de Lima.
Foto de Diego Diaz / SES
Creciendo con CASITA
Hace seis años, Dina dejó Huánuco para empezar una nueva vida en Lima. Su esposo, que trabaja lejos casi todo el tiempo, le contó que había comprado un terreno en Ciudad Pachacútec, en Ventanilla, un distrito al norte del Callao, y le pidió que se mudara con él. Desde entonces, vive con sus dos hijas en lo alto de un cerro, en una casa de madera con vista al mar.
Moverse desde allí no es fácil. Para ir al mercado, debe bajar una pendiente de tierra, caminar hasta la carretera y tomar un mototaxi. Un recorrido similar, de alrededor de media hora, hace cada semana para asistir con su hija menor a las sesiones del proyecto CASITA, mientras su hija mayor, de seis años, queda al cuidado de una vecina.
“Es difícil ser mamá”, reconoce. “Para llevarla (a CASITA), yo me dedico tiempo, pero a veces no hay carro, no hay motos…”.
Atender sola a dos niñas es una tarea exigente. Su día empieza a las cinco de la mañana y termina al anochecer, entre quehaceres domésticos. Pero los miércoles, a las tres de la tarde, ese esfuerzo encuentra un propósito claro: ver a su hija menor jugar, reír, pintar, construir con cubos.
“Me gusta, me pone mucho más feliz”, dice Dina.

Dina Bustilles observa el horizonte desde su casa en Ventanilla. Allí, cría a su hija con el respaldo del programa SAMIA de Socios En Salud.
Foto de Diego Diaz / SES
Desde 2013, esta intervención del programa SAMIA ha logrado revertir el riesgo o retraso en el desarrollo en el 70% de las niñas y niños participantes, especialmente en áreas como el lenguaje, la motricidad y la coordinación. Pero los avances no son solo de quienes gatean o juegan.
Para muchas madres y cuidadoras, como Dina, las sesiones también se convierten en un espacio de escucha, confianza y acompañamiento con las agentes comunitarias de salud, quienes están atentas a sus asistencias y las visitan en su domicilio si faltan a más de dos sesiones. Allí, pueden compartir dudas, contar sus dificultades y sentirse sostenidas.
“Al inicio, cuando recién reciben las sesiones, muchas mamás no juegan ni cantan con sus bebés, pero más adelante se animan, comparten entre ellas, celebran los logros de sus hijos y aprovechan al máximo cada sesión”, sostiene Verónica Mondragón, agente comunitaria de salud del programa.
“Creo que el acompañamiento comunitario fortalece la relación entre las madres y sus hijos porque les da seguridad emocional”, explica Heidi Damián, técnica del proyecto. “Las capacitaciones y el acompañamiento individual que ofrecemos permiten que las cuidadoras desarrollen habilidades para cuidar y educar a sus niños de manera efectiva. En cada visita, también identificamos casos que requieren apoyo adicional —emocional, social o psicológico— y activamos las redes necesarias. Porque acompañar es dar salud”.
Así es como las madres fortalecen sus vínculos con sus hijas e hijos, aprenden a interpretar sus señales, a responder con mayor seguridad y a celebrar cada nuevo gesto, palabra o mirada como un paso hacia adelante.

Las agentes comunitarias de salud Verónica Mondragón y Heidi Damián comparten juegos y consejos con Dina y su hija.
Foto de Diego Diaz / SES
Una maternidad que florece
Dina admite que no es una madre demasiado afectuosa. Cree que tiene que ver con su propia crianza, en una casa donde su padre no solía expresar cariño. Aun así, se esfuerza cada día por criar distinto. Lo hace con gestos pequeños pero constantes: pintar un cuaderno, caminar con su hija a cuestas, acudir puntualmente a cada sesión.
“Quiero que en un futuro sean profesionales, que estudien. Quiero que sean mejores que yo”, dice.
Afuera de su casa, florecen un llamativo floripondio, una ruda y unas hojas de papaya. Es la única casa en la zona con plantas. Dina las cuida con paciencia. Es un pequeño jardín que no solo embellece el espacio: refleja su deseo de construir, con lo que tiene, un entorno cálido para sus niñas.
Como sus plantas, su maternidad crece en silencio. Es una forma de cuidado que no siempre se ve, pero que echa raíces. Porque, como ella misma ha aprendido, el desarrollo también florece cuando hay alguien que acompaña.
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